Es curioso que la poesía sea el género más estrechamente ligado a la facilidad de jugar y fantasear propia de los niños, pero que la lectura de poesía no sea una preferencia en los programas oficiales de educación. Como decía Rafael Alberti, la poesía es la manera de recuperar la inocencia perdida. Las iluminaciones de la poesía son destellos de esa alma primigenia y colectiva de la cual los niños son antenas y transmisores explícitos. Una ventaja adicional, pues se trata de un ejercicio de la memoria antes que de la escritura, no estimula sin embargo a los dómines de la Reforma Educativa a estimular la lectura de poesía.
Lo peor es que los niños acceden al conocimiento de la poesía más mema y envejecida, como las Fábulas, los lloriqueos a la muerte de la madre o los versos cívicos, pero nadie quiere enseñarles un buen poema de Borges o Neruda, de Nicanor Parra o de Eduardo Mitre, que quizá los conquistaría para siempre al mundo de la lectura.
En cambio qué auge artificial tienen la saga de Harry Potter o del Señor de los Anillos, es decir la prosa fantástica de un folklore existente o inventado, pero remoto y ajeno. En lugar de recurrir al embrujo de la musicalidad del verso, se prefieren recursos más bien visuales, porque sólo se consolidan con el auxilio del cine multimedia, abundoso en efectos virtuales.
Juan Manuel Argüelles dice que vivimos en un mundo de prosa, que no sólo es prosaico en sus experiencias, sino también en sus modelos de lectura. "La poesía, dice, es un género que muchos juzgan complejo y a veces inextricable, y, sin embargo, si hiciéramos una encuesta entre los lectores ya formados, podríamos saber que una gran proporción de ellos descubrió la lectura por medio de la poesía y no siempre en un libro de poemas, sino en algún compendio, en cierto manual o en los mismos libros de texto donde unas pocas palabras lo deslumbraron y lo hicieron ver el mundo de otra manera."
A veces la poesía irrumpe en la vida de los jóvenes gracias a la iluminación que produce el primer amor. Irrumpe y se queda, así sólo fuera como un hermoso recuerdo hecho de palabras ligadas al amor. La primera amada nos produce eléctricos estremecimientos ligados a esos cortocircuitos que provoca la lectura de la buena poesía.
Los dómines de la educación formal no suelen examinar las consecuencias de dar a los niños lo que Argüelles llama "textos estéticamente vacíos". Se les hace comprar libros de autores de best sellers, en lugar de confiarles obras inmortales confiando en su inteligencia, su capacidad de comprensión y de asimilación estética. No es lo mismo un niño que lea la cojuda serie de El Caballo de Troya, que un adolescente que ha sufrido el encuentro con El lobo estepario, de Herman Hesse. Aquél es un ser insatisfecho en busca de otras formas de acceder a la estética o a la pura diversión. Éste en cambio se ha enriquecido con su primera crisis de soledad, que lo signará por el resto de su vida. Cuánto más si a un adolescente le damos la lectura de la poesía de William Blake o le enseñamos a comprender "El cuervo", de Poe.
Ramón Rocha Monroy. (Cochabamba, 1950) escritor y periodista. Su novela El run run de la calavera (premio Guttentag 1983) integra una lista de 15 novelas que seleccionó una reunión de 40 expertos convocados por el Ministerio de Culturas. Ha publicado también las novelas ¡Qué solos se quedan los muertos!, Potosí 1600, Ladies Night, La casilla vacía (premio Alfaguara 1997), Ando volando bajo (premio Guttentag 1996) y Allá lejos. Es columnista de Los Tiempos, Opinión y La Prensa.
Texto publicado con autorización del autor.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario