Marssac-sur-Tarn, en el Mediodía francés, a decir mío en la juventud,
la región más hermosa del mundo. Y tal vez una de las más sombrías.
De la Lille grisácea bajé a la lodosa Amiens, atravesé el bosque de
Compiègne, de tan alegres alguna vez y, posteriormente, nefastos
recuerdos. París. Poitiers, hacia el sur, cuando se extraviaron las
grandes ciudades y deambulé en la noche perdida de Lodève, en el Larzac.
Percibí, ya entonces, lo sombrío del lugar, que años después se
confirmó con las historias de la Bestia de Gevaudan, bestiarios
medievales, piras humanas que iluminaban el cielo de los fatales
albigenses, la tragedia cátara.
Béziers, Narbonne, lo mismo. Inmensos muros como queriendo detener el
futuro; helados, negros, marcados de orín sus metales. Languedoc,
Rosellón, trashumar por la geografía con los vellos erizados.
En Marssac-sur-Tarn, cerca de Albi, entre no más de tres mil
habitantes, vive Guillermo Augusto Ruiz Plaza, escritor boliviano, poeta
y cuentista, hábil prestidigitador de las oscuridades que abundan en
los resquicios de ese otro sur. Cómo dio con su humanidad allí, es una
interesante historia que podría servir para analizar la sabrosa hibridez
literaria que lo caracteriza. Autor premiado, Guillermo parece trajinar
con calma una senda segura en las letras, el paso y el pulso firmes,
con garantía de buena literatura, sin por ello caer en la avidez de
brillo, simple neón, que aparece en algunos contemporáneos suyos. No la
necesita.
Leí de corrido La última pieza del puzzle. Eso dice
mucho de un texto, su dinámica. Virtud que inmuniza a un libro contra
desglosadores y críticos con ánimo de charcuteros.
En él predominan los entornos cotidianos, por lo general familiares,
como en un réquiem de pesadas pausas, que hablan de abuso, dominio,
obsesiones, miserias, elementos que, en una sociedad cerrada, no son
circunstanciales sino característicos. Por tanto, van a despertar no
sabemos cuándo una reacción que, a través de cada relato, se va haciendo
cadena, no de horrores en mi opinión, sino de hálitos vivificantes. Por
otro lado, el divertimento de intercambiar uno por otro, trastocar los
roles, hace que la circunstancia fortuita desequilibre lo esperado,
destruya las expectativas, invente otras. Un péndulo que pareciera
moverse al mismo ritmo, pero no a la misma hora, en cada uno de los
cuentos.
Dividido en dos secciones, La última pieza del puzzle
explora en la primera, FUGA, los meandros por los que la gente transita
para desembarazarse de esa carga que significa la sociedad, siendo la
familia su mejor representación, y dentro de cuyos muros se sofoca el
ser humano. Vale recordar a Octavio Paz en El laberinto de la soledad,
y una explicación, la pongo sintetizada, del porqué de los asesinos y
los asesinatos en Norteamérica: la violencia como último recurso, si no
el único, para huir de la sordidez de las paredes que han tapado el sol.
Violencia que, en estos relatos, guarda cierta cadencia y, al tiempo de
señalar una salida, remite al término musical de fuga, variaciones en
torno a un motivo que se repite. No en vano los epígrafes salen de
grupos de rock y señalan el anti-establishment que las acciones de los protagonistas conllevan.
Es posible deshojar los relatos como unidades aisladas y disfrutar de
cada uno en su excelencia singular, pero lo realmente valioso está en
el conjunto que transmite –habilidad del escritor– una compleja
sensación de horror y alivio y sorpresa, cuando los personajes, sobre
todo en FISURAS, quebrantan las normas de lo aceptado, “lo real” tal
como lo entendemos, con historias inesperadas. Me gustaría anotar un par
de argumentos, mas eso le quitaría al lector el placer de ir
descubriendo un sutil entramado que lo envuelve y lo atrapa hasta que,
de pronto, en un giro, se abren fisuras, brechas en el muro de la
realidad tal como la percibimos.
Dos epígrafes inician la demonización de lo ordinario que caracteriza
este libro: una de The Wall, Pink Floyd, y otra de Sergio Pitol. La
sentencia de Waters-Gilmour de que no somos otra cosa que un ladrillo en
la pared, y que cada uno compone en comandita el muro que supuestamente
protege pero que luego aprisiona. En algún momento, lo frustrante de
esta sofisticada y viciosa prisión, burda y canalla a un tiempo, donde
todo se acepta mientras esté escondido, tiene que estallar en violencia,
en hijos contra padres, por ejemplo, emblema transgresor por sí mismo,
explorado con horrorosa magia por Ambrose Bierce en El club de los parricidas.
La cita de Pitol sugiere la crueldad del encierro pero habla también
de prodigios. Estos vienen en Ruiz Plaza con tintes oscuros. En FUGA, la
violencia implica el ataque a lo más cercano, lo íntimo, lo que nos
justifica y define: los padres y en suma Dios, el estatus quo que
permite el horror codificado y aceptable. En FISURAS, en cambio, adopta
formas que se desfasan de lo considerado normal por su matiz extraño o
fantástico. Ambas atentan contra esas construcciones que hemos creado y
seguimos creando para beneplácito y amargor nuestro, por paradójico que
parezca.
La última pieza del puzzle no solo es un trabajo
bien logrado en emociones extremas. Es pulcro, escrito con precisión y
finura. La temática podría anunciar un universo de exabruptos y
truculencia innecesaria, y no es así. Los narradores se mantienen en sus
cabales. No forman parte del rito de la muerte ni se permiten ser
fascinados y mareados por ella; no pierden la compostura y dicen lo que
quieren decir. Hay suspenso y espanto; la fascinación le corresponde a
quien está del otro lado de la página. Podríamos hablar de una
complicidad que se crea con los protagonistas –victimarios o
irreverentes, casi nunca víctimas o conformistas–. Sugerente, brutal,
incluso apacible cuando el “trabajo” se ha “cumplido”, aunque esto
implique quemar los restos del padre en la chimenea de casa.
Lectura vital, de riesgo, subversiva y sin embargo lúdica, que atenta
contra los cimientos que sostienen el estrado. En Goya, Saturno devora a
sus hijos (importa el arte, no la imagen). Acá es a la inversa: la
sociedad se regenera a sí misma, se permite aberraciones y fomenta
rebeliones siempre calculadas con meta de eternidad. Sin embargo, en
este libro no hay respuestas. Cito al autor:
“(…) el puzzle de estos cuentos es metáfora de la realidad, donde
siempre falta una pieza, a veces decisiva. De forma indirecta plantea la
pregunta: ¿Es posible llegar a conocer la realidad? ¿O estamos
condenados a interpretarla, es decir, a llenar sus brechas con la
imaginación?”. Lo sabremos al colocar la última pieza… si la
encontramos.
Fuente: Ecdótica
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